Antes, los domingos eran un día cualquiera. No me decía nada. A veces lo pasaba haciendo tareas pendientes o mirando el móvil sin parar, sin disfrutar realmente.
Pero un día decidí convertirlos en un momento especial. Empecé a prepararlos como quien prepara una cita: café recién hecho, una serie que me encanta, y una manta suave que me abraza como si el mundo se parase un rato.
Y cambió todo. Porque no era solo una manta, era un gesto. Un símbolo de que estaba bien parar. Que no hacía falta hacer nada para que el día valiera la pena.
Ahora, cuando llega el domingo, sé que me espera ese pequeño ritual. Me echo en el sofá, me tapo hasta la nariz y respiro despacio. Porque aprender a estar bien contigo mismo, sin planes ni relojes, también es cuidarse.
Y esa manta, por sencilla que sea, me recuerda que merezco sentirme a gusto en mi propia vida.
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A veces, un domingo tranquilo bajo una manta es todo lo que necesitas. “Desde que la tengo, mis domingos son un refugio.”
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